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De caricias y pecas

Sus manos me acarician, rozan mi piel dibujando formas amorfas  que disfruto en cada milímetro de su extensión. Sus dedos van de peca en peca, creando una constelación, identificando patrones, inventando teorías sobre la formación de efélides en el pellejo. Me limito a tocar su mano de vez en cuando, como una forma de retribución por el amor en la fricción. Me sonríe, le sonrío, para, le pido más, continúa. Y así vivimos, disfrutando de lo que puede llamarse amor carnal, ternura en el epitelio, sucesiones de caricias, pocas palabras y las escasas que se pronuncian ya fueron alguna vez dichas.
Con tan poco, tan superficialmente conseguíamos felicidad, de ésa que no puede describirse, porque cuando se piensa que uno está feliz ésta se evapora, se va junto con la irrealidad de un pensamiento absurdo que llevan las manos ajenas arrastrando las yemas de los dedos por la espalda con delicadeza, adormilándote, haciéndote flotar en una nube.  Todo eso huye en un suspiro, en un pensamiento que no tuvo que haber surgido en ése momento ni en ése lugar.

Y en ése éxtasis, en el eterno amor efímero, fugaz placer con días contados, allí habitábamos. Del sillón a la cama y de la cama al sillón, estupefactos ante tal cariño que emanábamos, ante la comunicación insólitamente lasciva que llevábamos. Todo se remontaba a la precariedad existente del humano, a la más débil debilidad: al amor puro, sin dicción, sin idiomas, universal.


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